miércoles, 29 de octubre de 2008

Intimidad colectiva


Tengo el hábito lector tan hecho a los transportes colectivos que, poco a poco, esos momentos que antes detestaba en tanto tiempo derrochado en agotadoras transiciones vacías han devenido en algunos de los instantes de mayor sensación de plenitud de toda la semana.
Regresaba de Santiago a Pontevedra con el libro Sexo y temperamento -de Margaret Mead- todavía virgen sobre mis piernas. Me disponía a concentrar mis energías y mi aún dispersa atención en los preliminares: advertencia, introducción... Pero en el asiento posterior al mío una voz masculina de edad indeterminada e irritante tono agudo se esmeraba en mezclar conceptos como 'vulnerabilidad del ego' (Mead) y 'supresión de interinidades' (gilipollas anónimo).
Tardé cerca de 10 minutos en leer las dos primeras páginas, regresando una y otra vez sobre cada párrafo, incapaz de abstraerme a la fragmentada conversación que me llegaba desde atrás, debatiendo conmigo mismo la conveniencia de explicarle al pasajero irritante que, hablando así de alto, bien podría ahorrarse el coste de la llamada a cambio de sacar la cabeza por la ventanilla.
Un par de filas más atrás había ya quien apostillaba algunos de sus comentarios. "Ayer estaba a 1.05", decía el del teléfono en relación no sé si a la proporción dolar/euro o a cierto valor en bolsa. "1.07", matizaba otro anónimo que, curiosamente, me resultó ipso facto más simpático.
Al fondo del autobús (quiero decir a unos ocho metros de la conversación teléfonica) un hombre consideró que 20 interminables minutos eran el tope de su paciencia. Se levantó de su asiento, se aproximó al gilipollas anónimo y le dijo lo que imagino que muchos, como yo, llevábamos rumiando largo tiempo. "Amigo, que nos estamos enterando atrás. Habla un poco más bajo, coño".
Ciertamente los modos no fueron los más diplomáticos, pero no pude evitar solidarizarme en lo más hondo de mi corazón con el paladín del silencio. Más aún cuando escuché al abochornado defender su honor ante su interlocutor añadiendo alguna de esas consideraciones que uno codifica inmediatamente entre comillas: "parece que a alguien le 'molesta' que hable".
Supongo que el hecho de que su tono de voz se hiciese aún más agudo en ese momento acabó por despertar en mí los pocos impulsos homicidas que aún quedaban aletargados. Así que rebusqué en los bolsillos y encontré unas llaves. "Poca cosa, pero servirá, supongo", pensé. Las saqué, elegí una especialmente larga, me giré y abalanzándome sobre el gilipollas se la clavé en la tráquea.
Tendríais que haber visto su gesto desconcertado en ese momento. "¿Pero de qué te sorprendes?", le dijo la señora que estaba a mi lado, visiblemente aliviada por mi intervención. Los de las últimas filas se incorporaron un poco y se unieron en un estruendoso aplauso.
Qué lástima que tuviese que conformarme con imaginarlo.

jueves, 23 de octubre de 2008

El peso del vínculo


Antes incluso de que su hijo hubiese nacido, supo que había cometido el mayor error de su vida. Sintió vértigo cuando sostuvo en su regazo, por primera vez, aquel cuerpecillo que era la imagen misma de la Fragilidad, ligeramente deformado el cráneo, constreñido el gesto por el trauma del parto, herido por una sensibilidad que no había elegido y de la que ya nunca se desprendería.

Treinta y dos años, siete meses y cuatro días después, los cadáveres de ambos eran preparados para su confinamiento en nichos contiguos del cementerio. Los periódicos locales redujeron a banales esquelas lo que había sido el acontecimiento más trascendental del pueblo en toda su historia.

Al hijo lo encontraron suspendido de una rama del roble centenario que resguarda la iglesia parroquial. La violencia de la caída le había destrozado las vértebras, los músculos empezaban ya a distenderse para siempre, los párpados yacían levemente entreabiertos como último recuerdo de que el cuerpo había guardado alguna vez un alma en su interior.

El padre se había encargado de todos los trámites. Consoló a la madre, recibió con frialdad las condolencias de familiares lejanos de quienes no tenía noticias desde hacía mucho tiempo y coincidió con estos en que, efectivamente, era una pena que sólo se reuniesen en circunstancias tan sumamente tristes. Esa noche se murió tal y como había vivido, con dignidad y sin hacer ruido. Besó a su esposa en la frente -“gracias”- dijo, y cerró los ojos para no volver a abrirlos jamás.

Los vecinos hablaban con lástima del drama familiar. “Se murió de pena, el pobre”, decían forzando el llanto, y alababan desmesuradamente las virtudes de los difuntos.

El día en que apretó por primera vez contra su pecho a aquella criatura nacida para el dolor de vivir, el padre comprendió que no quedaba otra salida que el asesinato. Sintió pánico al imaginar todo el sufrimiento gratuito que aguardaba a ese ser inocente, pero no tuvo valor para acaba con su vida.

¿Cómo iban a imaginar los vecinos de aquel pequeño pueblo que el día en que el hijo fue hallado muerto le había dado al padre su único momento de paz en muchos años? Aquel a quien había condenado a la vida le daba, en una muestra de infinito amor, la anhelada oportunidad de morir. Después de tantos años, había comprendido al fin a su padre. “Te perdono”, dijo al precipitarse al vacío. “Gracias”, fue la respuesta.

domingo, 19 de octubre de 2008

Premonición


Sus amigas le dicen que tiene un sexto sentido, un don para anticiparse a lo que va a suceder. Ella asegura que ha heredado su intuición directamente de su madre y está convencida de que hay lazos invisibles entre todas las cosas del universo: “si alteras cualquier punto de la madeja, habrá cambios en todos los demás”. Su ‘don’ consistía en prever en qué modo se darían.
Él, en cambio, afirma confiar en lo que, con ánimo abiertamente provocador, llama “la intuición masculina, es decir, la estadística”. Por eso cuando en pleno viaje ella lo llamó sobresaltada en mitad de la noche, supuso enseguida que por su mente rondaba alguna turbia idea.
-¿Qué te pasa?
-Nada, sólo quería hablar contigo, saber si estabas bien…
-Ya, pero, ¿a estas horas?
-Es que no podía dormir, estaba preocupada.
-Dime la verdad, anda, ¿qué te pasa por la cabecita?
-Es que me da un poco de vergüenza… Ya sé que es una tontería, pero tuve la sensación de que te había pasado algo, un accidente o algo así. Siempre me pongo nerviosa cuando sé que estás viajando, pero esta vez sentí algo más. Es ridículo, pero me empecé a agobiar y necesitaba escuchar tu voz.
Él trató de tranquilizarla. Le dijo que todo iba bien, que no se preocupase y un número indeterminado de etcéteras de manual básico anti-pánico. Por supuesto, no creía en las premoniciones, en tanto que quienes decían haberlas vivido siempre lo hacían a posteriori, nunca antes del suceso en cuestión.
Lo que no sabía ni llegó a imaginar nunca (ni siquiera cuando 15 minutos más tarde el autobús se detuvo para hacer un cambio de conductor) era que él no había sido el único al que el tono de su teléfono móvil había sacado de un incipiente estado de somnolencia. La llamada puso en alerta al primer chófer, que hasta entonces no era consciente de su déficit de consciencia (claro), y la estadística volvió a apuntarse un tanto que no le pertenecía.

lunes, 13 de octubre de 2008

La magia del libre mercado lo equilibra todo... (...o no) - por Jorge Abel


Esta afirmación ha dominado el mundo occidental desde que se le ocurrió popularizarla a Adam Smith en su libro La Riqueza de las Naciones (An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations) de 1776. Smith tuvo la idea de que la riqueza de las naciones venía del trabajo, mejor dicho, de la producción de unos bienes que se comercializaban y de que el precio que por esos bienes se pagase en el mercado libre. El mercado tenía altibajos, pero siempre se acababa adecuando al valor útil de las cosas (vamos, que lo que sirve se vende y lo que no… pues no). Eso hacía que las empresas que producían cosas útiles y a bajo coste acababan vendiendo su producto por más de lo que había costado, dejando un beneficio al empresario, que pagaba a su vez los sueldos, el coste de las materias primas y del transporte.

Para Adam Smith y sus discípulos librecambistas (querían abolir las aduanas, lo que hoy en día hemos llamado globalizar) el mercado libre haría que cada uno produjese lo que se le daba bien. Con ello mejoraría la economía de todos los países y la utilización de los recursos en cada uno de ellos. Creía en que lo que no funciona se hunde.

Tiempo más tarde -tras la Primera Guerra Mundial-, Alemania, Francia y Gran Bretaña le debían mucho dinero a EEUU por los terribles costes de la guerra. Este hecho unió sus destinos económicos y, cuando las cosas fueron mal dadas en la superpotencia americana, la crisis cruzó el charco a toda velocidad. Durante el crack de 1929, un arruinado banco americano (que había dado más dinero del que podía para que la gente invirtiera en la bolsa, ¿os suena?) le pidió dinero a los bancos europeos a los que les había prestado durante la guerra, arrastrando a todo el mundo en su caída.

Tras la crisis de 1929, a todos los gobernantes del mundo les quedó clarísimo que el libre mercado ha de tener unos controles y unos contrapesos. Este es el momento en el que surgen ideas como la de que el estado ha de tener más presencia a la hora de garantizar que los bancos tengan dinero en la caja antes de seguir prestando a lo loco, o que el estado ha de cobrar impuestos para poder hacer políticas de gasto que fomenten el empleo y que saquen al país de la depresión (New Deal y keynesianismo).

Está claro que el proceso económico libre sufre unas subidas y unas recesiones acusadas, a nadie se le escapa que es una cuestión de ciclos. En este fin de milenio, con la globalización, se estaba especulando sobre la posibilidad del fin de los ciclos, pero eso ya se hacía meses antes del crack del 29 y mirad lo que pasó. El orgullo extremo del libre mercado lo lleva a apartarse de la memoria histórica una y otra vez, sólo para darse cuenta, de nuevo, de que es un Ícaro preso de la fuerza gravitatoria de la realidad. Los movimientos económicos suaves no provocan más que leves ajustes en la vida de las personas, pero los movimientos fuertes provocan reacciones acusadas, como, en su momento, las dictaduras fascistas.

La presencia del estado para redondear los picos de esas gráficas económicas es imprescindible. Hemos vivido en un período de loca privatización, de gasto estatal cercenado y de bajada de impuestos. Al final, la crisis ha llegado y nos coge con un estado débil, mal financiado, con su hacienda partida en 17 autonomías celosas y caóticas y con todo el dinero ya comprometido en ridículos planes. Toca subir los impuestos, toca que los ricos se aprieten el cinturón para que el estado tenga posibilidades reales de poner en marcha líneas de crédito estatal (usar el I.C.O., ¡Qué no estoy inventando nada nuevo!) ya que los bancos no son de fiar (las personas que dan los créditos reciben comisiones por concederlos y no castigos porque estos no se acaben pagando, ¿qué iban a hacer si no?).

Las empresas que han estado mostrando beneficios récord no han guardado nada. Según el pensamiento de Adam Smith, alguna se tendrá que hundir, pero resulta que eso acaba llevando a tal retraimiento del consumo que arrastrará en su caída a algunas empresas que sí funcionarían en condiciones normales. El estado ha de estar dispuesto y con opciones de intervenir para ayudar a la gente a que pueda ganarse la vida y pagar sus créditos. Esa es su función.

Hay que prestar la máxima atención a estos momentos de crisis, porque habrá quién quiera seguir saqueando el cadáver. Por ejemplo, se habla de facilitar el despido. Si se liberaliza el despido, ¿qué va a pasar? Más parados nunca se ha visto que aumenten el consumo. ¿A las empresas se las salvará? No, sólo se les permitirá marcharse a Singapur o a Filipinas con menos pérdidas. Este es un momento para encarecer el despido, no para abaratarlo; para cobrar más impuestos, no para cobrar menos; para que el estado se haga más grande, no para reducirlo. Y Esperanza Aguirre privatizando hospitales... Hay que leer más y ganar menos.

*Ilustración: Miguel Brieva

lunes, 6 de octubre de 2008

Sexo (4): Esos pequeños detalles


Uno de los peligros de la autoconsciencia es que, cíclicamente, el tic tac de la rutina se detiene por un instante, se enciende una desagradable luz de clarividencia y uno se descubre a sí mismo en la situación más ridícula: buscando pelusas en el ombligo propio, extirpando puntos negros de la espalda ajena o, lo que es más patético, rellenando el test 'Conoce tu personalidad sexual' en una revista de 'tendencias' (bonito eufemismo).
Así fue cómo Rafa reflexionó por primera vez acerca de su postura favorita para cohabitar, no sin antes, eso sí, consultar el Pequeño Larousse Ilustrado. Creo incluso que, despejada la duda, asimiló inmediatamente que el término pertenecía en exclusiva a la jerga lírica, pero no de esa poesía que uno lee cuando necesita sacudirse la banalidad, sino –incluso al contrario- de esa que, como los pijamas (preguntad a Luis Piedrahita), parece creada no para consumo propio sino, expresamente, para ser regalada.
Disculpad su ingenuidad. Estoy seguro de que todos sabéis que hasta los poetas que riman razón con corazón eligen otros sinónimos. Aunque el resultado no siempre es menos bochornoso, dicho sea de paso.
Doggy style. Sí, claro, me refiero a la postura. La del perrito, para los que no tengáis corrompida el área del lenguaje por el porno en internet. Resulta que a Rafa le gusta follar a cuatro patas más que de ninguna otra manera, o al menos esa fue la casilla que marcó distraídamente mientras buscaba ya con la mirada la siguiente pregunta.

Matiz
Laura vaciló un poco cuando el tema surgió durante la pausa para el café de las 11.30. Lo primero, por supuesto, fue exigir los matices oportunos. "No, no, es que no es lo mismo lo que me enciende, lo que me calienta o lo que hace que me corra; y también hay una gran diferencia entre correrse antes y correrse mejor". El sanedrín deliberó un rato y dictaminó que la respuesta se referiría a la forma más placentera sin más, independientemente de si ello significaba un clímax eterno o un orgasmo devastador.
Sus compañeras, en realidad, no habrían modificado su opinión en función de este matiz; en cuanto a Laura, siguió (como era previsible) sin ver clara la manera de establecer una comparación justa. Lo único que queda claro, por tanto, es que los matices sólo causan distracción e incomodidad en los pragmáticos y confusión e insatisfacción en los meditativos. Por eso, por su inutilidad, es por lo que son imprescindibles.
Estaba a un paso de afirmar que prefería tumbarse sobre su espalda y masturbarse mientras su partenaire, arrodillado, le sostenía las piernas a media altura. Si Laura siguió dejando cocerse la respuesta un poco más no fue, como quizá cabría suponer, por temor a ser considerada convencional, con todos los matices que ello conlleva; sencillamente, las palabras estallaron en su boca inconteniblemente: "A cuatro patas".

Perspectiva
Rafa llevaba todo el día dando vueltas a la cuestión y, a la salida de las oficinas, solicitó la opinión de Jesús, el guardia de seguridad, quien, tras entornar levemente los ojos, declaró con aire de filósofo presocrático: “Depende, habría que matizar…”.
Tras una breve conversación, Rafa siguió masticando sus dudas de camino a su apartamento (perfectamente consciente –no lo subestimemos- de la escasa trascendencia de la materia en cuestión). Jesús, finalmente, se había decantado por situarse de pie, con su pareja recostada sobre una mesa o similar. Añadió que, más que por las sensaciones táctiles, incluso más allá de la perspectiva visual (a la que atribuyó una relevancia fundamental), la clave estaba en que de ese modo era como más entregada la sentía a ella. Por supuesto, lo que quería decir es que así encumbraba su propia virilidad. Jesús, en realidad, follaba consigo mismo y para sí mismo. Como los demás, pero con plena consciencia.
En realidad, pensaba Rafa, su postura predilecta no era a cuatro patas. Sin embargo, adoraba esos ligeros surcos en la zona lumbar de algunas mujeres y el arco que forma la espalda femenina cuando los glúteos se elevan y el vientre desciende. La lordosis excesiva era su fetiche, tal vez susceptible de ser tildado de sádico o machista, pero no más que el de los tacones altos, los corsés o la copa E. Le gustaba, además, la ilusión óptica que creaba aquella perspectiva, incrementando visualmente la desproporción entre el perímetro de la cadera y el de la cintura. Miles de años de evolución para esto.

Carnívoros
Las pequeñas arrugas oblicuas que a Rafa se le forman sobre la nariz cuando la parte más primitiva de su cerebro asume por completo el mando son la auténtica perdición de Laura. Trató de evocarlo mientras subía en el ascensor. Recordaba cómo, en los momentos previos al orgasmo, los ojos de Rafa parecían hundirse aún más en sus cuencas, oscureciendo por completo sus facciones; después, su labio superior se elevaba de manera casi imperceptible, lo suficiente para que sus colmillos emergiesen desafiantes, preparados para hundirse en su cuello y desgarrarle la carne. La idea de que él podría acabar con su vida en un instante le proporcionaba una excitación tan inconfesable como (en consecuencia) incorruptible.
Durante la cena, Laura y Rafa comentaron las noticias de actualidad. Coincidieron en su visión de las elecciones a la presidencia de Estados Unidos y discreparon sobre las soluciones a la crisis financiera, aunque Rafa acabó admitiendo que sólo le llevaba la contraria porque le encantaba ver su gesto contrariado: enarcada la ceja derecha, el labio superior ligeramente apoyado sobre el inferior, las mejillas amenazando enterrarse bajo los pómulos... Ella afirmó que era un capullo y él opuso que eso era, precisamente, lo que la ponía cachonda.
Apenas una hora más tarde, Rafa y Laura yacían el uno junto al otro, desnudos y exhaustos, más ajenos que nunca a sus cuerpos, leves como aquel fugaz instante de pre-duermevela, como la pasión, como el dolor y la muerte, como la misma vida.