viernes, 28 de noviembre de 2008

Con las picas afiladas


No os dejéis llevar a engaño por su cara de bonachón. Que no os engatuse su retórica inmaculada o su saber enciclopédico. Evitad la empatía condescendiente cuando se mofe de sí mismo marcando la estrategia a seguir con su clásico “jugamos gordo-camiseta”, mientras tira de ésta al tiempo que bota un balón imaginario. Ante todo, tened siempre presente que el ego de Jorge prácticamente tiene derecho a voto propio y nunca sintáis lástima cuando vuelva a comprobar que, como una vez dijo Mario Iglesias (uno de los hombres más lúcidos que conozco), “no hay justicia en las relaciones humanas”.

Una vez hayáis tomado las medidas oportunas para desmitificarlo, podréis aproximaros a él con la certeza de que siempre que tenga que tomar una decisión optará por el camino más recto, es decir, el más directo, pero también el más justo y el menos reprochable. Jorge es el ejemplo viviente de que la firmeza de carácter no da buena imagen pública, sobre todo cuando se combina con un elevado nivel de exigencia para con el resto del mundo y, especialmente, para consigo mismo. Pero también es un seguro de vida cuando uno busca algo a lo que aferrarse. Su credo, su verdad y su guía son que el sol siempre sale por oriente y se pone por occidente.

Jorge todavía sigue reprochándole a la gente que actúe constantemente en contra de toda lógica racional. Se burla despiadadamente de argumentos como “lo sentí así” y “no lo puedo evitar, es mi carácter”. Os aseguro que se esfuerza, pero de momento sigue siendo incapaz de aceptar lo absurdo y por tanto, supongo, el sentido mismo de la vida (disculpad el arrebato nihilista). No obstante, encierra en sí mismo contradicciones como defender la ideología marxista e invertir en bolsa. Defiende la democracia al modo ateniense, pero cuando le menciono (medio en broma, medio en serio) la posibilidad del voto ponderado (en función de las aptitudes emocionales e intelectuales de cada individuo) su oposición se basa únicamente en el escepticismo respecto a encontrar un método legítimo para establecer el baremo.

El pasado martes cumplió 31 años y está harto de haberse pasado los tres últimos explicando que sus problemas no proceden de una baja autoestima, hipótesis reduccionista que obvia lo esencial: el único hándicap de Jorge es que no está dispuesto a conformarse con menos de lo que cree que le corresponde. Y está seguro de que no es poco. No sólo porque crea firmemente merecerlo, sino porque tiene fe ciega en que está a su alcance.

Es muy probable que el año próximo consiga al fin engrosar las filas de los trabajadores públicos. Es una suerte. Para las próximas generaciones, quiero decir. Hacen falta profesores como él. No sólo porque defienda la importancia de conocer la historia para no volver a repetir los errores del pasado, sino porque dará a sus alumnos las claves para ver, antes incluso de que suceda, cómo estos se repiten una y otra vez. Así, cuando descubran que quienes toman decisiones que les afectan no están más capacitados que ellos ni, sobre todo, tienen más sentido común, quizá comiencen a plantearse una revolución a la antigua usanza. Y en ese momento Jorge estará allí, con las picas afiladas.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Contra la violencia, educación


Pensaba dejar el tema para más adelante pero, tras tener la mala suerte de escuchar a María Teresa Campos pontificando sobre lo terrible de la "violencia de género" en su inconfundible estilo de diva sanchopancesca, creo que tengo que saldar cuanto antes una deuda pendiente con mi bilis.
Lo primero que me ofende es la expresión empleada para referirse a la violencia doméstica. Es ridículo que vengamos (nosotros, el pueblo: no olvidemos que los políticos son sólo brazos ejecutores) de reconocer a los homosexuales su derecho a casarse y continuemos, en cambio, dando por hecho que los malos tratos sólo ocurren en una dirección: de un hombre hacia una mujer. Y aunque así fuese, basta de eufemismos, por favor: las palabras tienen flexión de género, la condición orgánica que distingue a las personas se llama sexo.

Al margen de formalismos lingüísticos, cuyo interés reside únicamente en que revelan un problema general de prejuicios y pudores institucionalizados, el corazón de la cuestión queda casi siempre al margen del debate público. Lo que nos negamos a aceptar es que la violencia, sea del tipo que sea (siempre hablando de relaciones entre adultos), debe ser tratada antes mediante vacunas que recurriendo a remedios a posteriori que no son más que parches. Ahí entra en juego la educación, tanto en los hogares como en los centros de enseñanza. El verdadero germen del maltrato está en las familias y en los colegios, donde se perpetúa la asunción de roles diferenciados por razón de sexo (tradición cultural), sin que haya ninguna razón biológica de peso para ello.
Existe una faceta de la personalidad que tiende a ignorarse o que, en el mejor de los casos, queda relegada a un discreto segundo plano: la autoestima. Educar a un ser humano no es programar un ordenador. En las relaciones sentimentales, el amor propio desempeña un papel esencial, actuando como garante y salvaguardia de un sistema de interdependencia emocional, entendida ésta en su carácter de responsabilidad mutua, pero sin que cada individuo deba ceder su independencia. Al fin y al cabo, la violencia no es más que la verticalización extrema de un esquema de relaciones sociales.

Tanto el sumiso como el dominante manifiestan un déficit de autoestima, por lo que la responsabilidad es, en cierto modo, de ambos. Por eso no se habla sólo del perfil del matratador, sino también del perfil del maltratado. Obviamente, no es políticamente correcto otorgar a la víctima alguna culpa (con todas las connotaciones que la tradición cristiana le confiere al término). Que la víctima sea parcialmente culpable (causante de una determinada situación a través de su conducta) no quiere decir que sea condenable por ello, pero sí muestra una disfunción emocional que debería haber sido corregida previamente.
En el caso de quien ejerce la violencia, la disfunción es muy similar, aunque se manifieste de un modo opuesto. Es por ello, por el tipo de respuesta a su falta de autoestima/autocontrol, por lo que la terapia no es suficiente. Ha roto una norma de convivencia y debe pagar por ello. Pero lo que es más importante es garantizar en la medida de lo posible que no volverá a hacerlo. No es que haya que eliminar el castigo, es que además hay que trabajar en la reeducación del maltratador (no olvidemos que la finalidad principal de nuestro sistema jurídico es la reinserción). La restricción de libertades de dicho individuo estará, lógicamente, supeditada al éxito del proceso. No creo en una cadena perpetua, pero sí en una adaptación cívica vigilada permanente si es necesario.
Por supuesto, es evidente que hacen falta más medios para asegurar la protección de las víctimas, pero no nos dejemos arrastrar por el modelo estadounidense, que siempre resuelve los problemas con la clásica fórmula '+ policía, - libertad'. No se trata de inventar nada nuevo, sino de recordar el refranero popular: "más vale prevenir que curar". O, lo que es lo mismo, contra la violencia, educación.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Suerte


Mientras apuntaba en la ficha de anotación algún gol, tarjeta o exclusión del partido entre el Teucro y el Antequera de Liga Asobal de balonmano, noté la vibración que avisa de un nuevo mensaje en el móvil. Suelo llevarlo silenciado porque entre mis múltiples manías destaca un odio profundo e irracional hacia los tonos, politonos y gilitonos.
Sólo mi padre tiene el hábito de enviarme fotos como archivos adjuntos, pero es que además esperaba la buena nueva. Nuestra perra, Luna, había dado a luz a su segunda camada, y esta vez sí pensaban quedarse con uno de los cachorros. Hasta el domingo al mediodía no los llamé, y fue entonces cuando me enteré de que, como la primera vez, había engendrado cuatro peluches animados. Pero dos habían muerto. Por suerte, los otros sobrevivieron.
Cuentan que fue un parto complicado, tanto que hubo que recurrir a la cesárea. Uno salió ya sin vida, otro apenas aguantó unas horas. Los dos restantes, fuera de peligro, pero afectados de muy distinta manera por el parto. El macho, el primero en nacer, tiende a la modorra, y sospecho que será un poco como Platero, "tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos...". La hembra, en cambio, sufrió mucho más y vive en un permanente estado de agitación. Estrés postraumático, supongo.

Afortunadamente no lo recuerdo, claro, pero he escuchado tantas veces la historia que puedo llegar a sentir la angustia como si la viviera en el momento presente. Me refiero a mi nacimiento, que también debería haber sido por cesárea. El médico no lo consideró necesario y el precio de su decisión fue tener que recurrir, ya in extremis, a la ventosa (sí, el mecanismo es exactamente tan desagradable como parece) y, por supuesto, al bisturí sin demasiadas sutilezas.
Mi abuela me ha descrito cientos de veces la reacción de mi padre cuando me vio por primera vez: "Qué feo es", opinó el doble de Paul Newman, a lo que Luisa (mi 'mamá-bis') replicó que "un hijo nunca es feo". Aunque imagino que, ciertamente, aquella criatura con el cráneo abombado y la piel morada de la congestión no era precisamente la idea que uno se hacía de los recién nacidos viendo anuncios de pañales por la tele.
Dicen que he tenido mucha suerte, que podría haber muerto, o sufrido daños cerebrales irreparables. Tonterías. De los cachorros muertos nadie se acordará en cuestión de días, pero si yo no hubiese superado el parto, nada habría podido mitigar semejante dolor. Aquel 15 de enero quienes tuvieron verdadera fortuna fueron mis padres.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Infocomercial (4): Política, publicidad, bolsa.

(O tres grandes engaños piramidales)




Aprenda cómodamente y a su ritmo a

timar sin remordimiento alguno a

otros ingenuos, al igual que

nosotros lo acabamos de

timar ahora mismo

a usted