jueves, 15 de octubre de 2009

Un juego de niños


Hacía tiempo que pensaba en la posibilidad de colaborar con una ONG. Cierto que siempre he defendido que, en realidad, de velar por los derechos humanos deberían encargarse los estados o, en su defecto, los organismos supranacionales (o supraestatales, no sea que algún independentista crea que me estoy refiriendo al Parlamento español), pero en el fondo no es más que una coartada para la inacción.
La razón por la que en su momento me decanté por Save the Children tiene que ver con una historia que quizá para muchos resulte ridícula o nimia. Y seguramente lo sea, en comparación con alguno de esos graves problemas que los informativos exhiben cíclicamente, como si se guiasen por el código de colores (fijado por las discográficas) de las emisoras de radiofórmula. Creo que aún no tenía 10 años la primera vez que mi madre me habló del día en que le regalaron su primera muñeca:

Son los años 60, mediados o finales, calculo. Cangas do Morrazo vivía entonces de, hacia y para el mar. La industria principal era la conservera, de hecho, Massó llegó a ser una de las empresas más importantes del sector en Europa. Como cualquier otra familia, la de mi madre vivía con lo justo, que es otra forma de decir que luchaba por alejarse del umbral de la pobreza.
Tampoco es que les faltase sustento, no es cosa de ponerse trágicos. Era simplemente que el margen para las necesidades primarias era un poco más estrecho, y no tenían cabida detalles como los juguetes para los niños. Mi madre no se quejaba nunca, y quizá fue por eso por lo que mis abuelos buscaron la manera de regalarle una muñeca, aunque no exactamente como las que ya empezaban a tener algunas niñas privilegiadas.
Cuando la tuvo en las manos, hizo exactamente lo que los niños de todas las épocas: jugar a ser mayor. Siendo mujer, eso implicaba ser mamá, es decir, ama de casa (al margen de cualquier otra ocupación). Así que se llevó la muñeca al lavadero y se dispuso a lavarle la ropa.
Alguien debería haberle explicado antes que las muñecas de cartón no se pueden lavar.

La idea de una gran ilusión (en el mundo de los adultos todo es diferente) que centellea para apagarse en un instante, aunque sea a través de este ejemplo quizá insignificante, es algo que me conmueve insoportablemente. Sin duda hay innumerables injusticias que combatir, pero siempre se puede aportar algo. A ver si algún día, a base de que cada uno dé según sus capacidades, conseguimos que más gente reciba según sus necesidades.