Esta afirmación ha dominado el mundo occidental desde que se le ocurrió popularizarla a Adam Smith en su libro La Riqueza de las Naciones (An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations) de 1776. Smith tuvo la idea de que la riqueza de las naciones venía del trabajo, mejor dicho, de la producción de unos bienes que se comercializaban y de que el precio que por esos bienes se pagase en el mercado libre. El mercado tenía altibajos, pero siempre se acababa adecuando al valor útil de las cosas (vamos, que lo que sirve se vende y lo que no… pues no). Eso hacía que las empresas que producían cosas útiles y a bajo coste acababan vendiendo su producto por más de lo que había costado, dejando un beneficio al empresario, que pagaba a su vez los sueldos, el coste de las materias primas y del transporte.
Para Adam Smith y sus discípulos librecambistas (querían abolir las aduanas, lo que hoy en día hemos llamado globalizar) el mercado libre haría que cada uno produjese lo que se le daba bien. Con ello mejoraría la economía de todos los países y la utilización de los recursos en cada uno de ellos. Creía en que lo que no funciona se hunde.
Tiempo más tarde -tras la Primera Guerra Mundial-, Alemania, Francia y Gran Bretaña le debían mucho dinero a EEUU por los terribles costes de la guerra. Este hecho unió sus destinos económicos y, cuando las cosas fueron mal dadas en la superpotencia americana, la crisis cruzó el charco a toda velocidad. Durante el crack de 1929, un arruinado banco americano (que había dado más dinero del que podía para que la gente invirtiera en la bolsa, ¿os suena?) le pidió dinero a los bancos europeos a los que les había prestado durante la guerra, arrastrando a todo el mundo en su caída.
Tras la crisis de 1929, a todos los gobernantes del mundo les quedó clarísimo que el libre mercado ha de tener unos controles y unos contrapesos. Este es el momento en el que surgen ideas como la de que el estado ha de tener más presencia a la hora de garantizar que los bancos tengan dinero en la caja antes de seguir prestando a lo loco, o que el estado ha de cobrar impuestos para poder hacer políticas de gasto que fomenten el empleo y que saquen al país de la depresión (New Deal y keynesianismo).
Está claro que el proceso económico libre sufre unas subidas y unas recesiones acusadas, a nadie se le escapa que es una cuestión de ciclos. En este fin de milenio, con la globalización, se estaba especulando sobre la posibilidad del fin de los ciclos, pero eso ya se hacía meses antes del crack del 29 y mirad lo que pasó. El orgullo extremo del libre mercado lo lleva a apartarse de la memoria histórica una y otra vez, sólo para darse cuenta, de nuevo, de que es un Ícaro preso de la fuerza gravitatoria de la realidad. Los movimientos económicos suaves no provocan más que leves ajustes en la vida de las personas, pero los movimientos fuertes provocan reacciones acusadas, como, en su momento, las dictaduras fascistas.
La presencia del estado para redondear los picos de esas gráficas económicas es imprescindible. Hemos vivido en un período de loca privatización, de gasto estatal cercenado y de bajada de impuestos. Al final, la crisis ha llegado y nos coge con un estado débil, mal financiado, con su hacienda partida en 17 autonomías celosas y caóticas y con todo el dinero ya comprometido en ridículos planes. Toca subir los impuestos, toca que los ricos se aprieten el cinturón para que el estado tenga posibilidades reales de poner en marcha líneas de crédito estatal (usar el I.C.O., ¡Qué no estoy inventando nada nuevo!) ya que los bancos no son de fiar (las personas que dan los créditos reciben comisiones por concederlos y no castigos porque estos no se acaben pagando, ¿qué iban a hacer si no?).
Las empresas que han estado mostrando beneficios récord no han guardado nada. Según el pensamiento de Adam Smith, alguna se tendrá que hundir, pero resulta que eso acaba llevando a tal retraimiento del consumo que arrastrará en su caída a algunas empresas que sí funcionarían en condiciones normales. El estado ha de estar dispuesto y con opciones de intervenir para ayudar a la gente a que pueda ganarse la vida y pagar sus créditos. Esa es su función.
Hay que prestar la máxima atención a estos momentos de crisis, porque habrá quién quiera seguir saqueando el cadáver. Por ejemplo, se habla de facilitar el despido. Si se liberaliza el despido, ¿qué va a pasar? Más parados nunca se ha visto que aumenten el consumo. ¿A las empresas se las salvará? No, sólo se les permitirá marcharse a Singapur o a Filipinas con menos pérdidas. Este es un momento para encarecer el despido, no para abaratarlo; para cobrar más impuestos, no para cobrar menos; para que el estado se haga más grande, no para reducirlo. Y Esperanza Aguirre privatizando hospitales... Hay que leer más y ganar menos.
*Ilustración: Miguel Brieva
lunes, 13 de octubre de 2008
La magia del libre mercado lo equilibra todo... (...o no) - por Jorge Abel
martes, 11 de marzo de 2008
Un adecuado representante para Eurovisión
¿Qué tienen en común La hora chanante y Rodolfo Chiquilicuatre? Sí, los dos provocan la risa, es cierto, pero también Esperanza Aguirre, así que seamos más precisos. Los dos primeros van del humor al humor por el humor, mientras que Espe lo hace con más rodeos, es decir, tomándose a sí misma en serio. A lo contrario se le llama parodia, un subgénero que conjuga los gags más elementales (y por ello los más inevitablemente desternillantes) con enormes dosis de ironía y sarcasmo. A esa ‘intención oculta’, no exenta por supuesto de malicia, le llamamos retranca (sobre todo en Galicia).
Aunque la manejemos con cotidianidad y suficiencia, la retranca no es patrimonio exclusivo de los que vivimos al oeste del Padornelo, pero conviene matizar que lejos de nuestras tierras suele manifestarse no tanto como fin en sí mismo, sino como complemento del humor paródico. La caprichosa Noria de la moda ha vuelto a elevar al cielo esta manera de pensar el mundo, aunque en la tradición artística española existen numerosos ejemplos difícilmente igualables. Cervantes, Muñoz Seca (literatura), Goya, Dalí (pintura), Buñuel o Alex de la Iglesia (cine) -por citar algunos ejemplos ilustres- han sido grandes cultivadores de la parodia en sus respectivas disciplinas.
Además de apoyar la tesis de que poner cualquier decisión en manos del voto popular es como subirse al trapecio sin red, el hecho de que el personaje Rodolfo Chiquilicuatre nos vaya a representar en Eurovision pone de manifiesto que en España sabemos reírnos de nosotros mismos. Así es que en este caso no puedo estar más satisfecho con el curso de los acontecimientos, porque la diferencia entre la levedad de un concurso musical hortera y pasado de moda y la importancia de unas elecciones generales es demasiado evidente como para desgastar en vano las letras del teclado.
El análisis de las últimas generales se lo dejaré a los politólogos y a los dirigentes políticos (que desgraciadamente pocas veces coinciden). El único debate que me interesa al respecto concierne a la representatividad del voto y a porqué después de tres décadas de democracia no nos planteamos si el modelo de representación territorial no está ya obsoleto y es momento de acercarnos al de ‘una persona, un voto’. Si nos dijeran que los emitidos por los licenciados valen más que los de los titulados en FP o que los de parados y pensionistas tienen menos peso que los de los ocupados muchos se echarían las manos a la cabeza, pero nos dicen que el voto de un pontevedrés cuenta menos que el de un alavés y nos quedamos tan tranquilos.
La parodia
En cuanto al ‘chiki chiki’, estoy encantado, me parece una canción verdaderamente representativa de la música latina en su acepción más deplorable. La diferencia con cualquier estrella del reggaetón es el carácter paródico de Rodolfo Chiquilicuatre y es precisamente el hecho de que –como Esperanza Aguirre con su labor política- los primeros sí se tomen en serio su música lo que les confiere una dimensión verdaderamente patética.
Lo que quiero decir es que debemos apreciarlo como una gran noticia para la música. Rodolfo nunca robará público a Serrat, Fito, Calamaro o Marlango, pero sí tiene la oportunidad de desplazar a los Don Omar o Daddy Yankee de turno e incluso sumar adeptos entre quienes aborrecemos el género. Es el mismo motivo por el que abomino de ‘El motorista fantasma’ o ‘Con Air’ (Nicholas Cage agrandando su ‘leyenda’), mientras disfrutaré siempre como un niño con ‘Evil Dead’ –Posesión infernal- y cualquiera de sus fantásticas secuelas, siempre con el genial Bruce Campbell como delirante, histriónico y carismático pseudohéroe.
Universo chanante
El otro motivo de satisfacción para los amantes del humor surrealista, absurdo y a menudo políticamente incorrecto es la expansión del fenómeno de ‘La hora chanante’. Los Joaquín Reyes, Julián López, Ernesto Sevilla y compañía han trascendido el ámbito minoritario de Canal Nou y Paramount Comedy para hacerse definitivamente con el gran público. No se trata sólo del éxito de la emisión en La 2 de ‘Muchachada Nui’, sino de cómo un concepto rejuvenecido de humor impregna asimismo espacios como ‘Noche Hache’ en Cuatro o ‘Sé lo que hicisteis’ en La Sexta, en ambos casos con una buena acogida por parte de la audiencia.
La constatación de que se puede obtener rentabilidad con productos originales y de calidad debería abrir el camino para dejar atrás los viejos formatos, anclados en el recuerdo de ‘Esta noche cruzamos en Mississippi’ o ‘Crónicas Marcianas’ y, sobre todo, una válvula de escape a tanta ‘Salsa Rosa’, ‘Dolce Vita’ o ‘Corazón, Corazón’. A ver si así nos dedicamos más a afrontar la vida con humor y menos a tocar los cojones.