La última parte de la entrevista con Monica Bellucci publicada en el número 1234 del suplemento XL Semanal contiene interesantes reflexiones acerca de la fidelidad, la lealtad y la elegancia como un estilo de vida más allá de la superficie. Poco voy a aportar de mi cosecha, porque si hubiésemos desarrollado la teoría codo con codo el resultado no habría sido más parecido.
"Monica considera que «una puede apasionarse por un hombre perfectamente detestable, pero eso no tiene nada que ver con una relación profunda, auténtica. En una relación de este tipo, la pasión sigue dándose, pero hay otras cosas más importantes: la confianza, el respeto, saber que tu hombre es leal… Y aquí no estoy hablando del sexo, sino que me refiero a la seguridad de que él va a estar a tu lado cuando lo necesites. Lo que para mí resulta más importante que la simple fidelidad al uso».
Entiendo que estamos adentrándonos en terreno pantanoso. ¿Me está diciendo que la fidelidad, en el plano sexual, no es importante? Monica de nuevo se encoge de hombros y prosigue, con expresión de no dar mucha importancia al asunto: «Sería ridículo exigirle fidelidad a mi hombre si no estoy a su lado durante dos meses. No tendría sentido preguntarle qué ha estado haciendo o a quién ha estado viendo. Es más realista y adulto considerar que lo principal es otra cosa: que estará conmigo cuando nos veamos».
Entiendo que lo que dice es que, dada la infidelidad, ella valora la discreción, pero Bellucci niega con la cabeza y apunta: «No. Estoy hablando de la lealtad y, de lo más importante de todo, de la elegancia». Monica repite esta palabra varias veces y explica su significado. Para Bellucci, la elegancia no tiene que ver solo con el corte preciso de un vestido, sino que es una forma de estar en el mundo, una manera de vivir el presente. La intuición de que, si las cosas funcionan bien cuando ambos están juntos, nada más tiene importancia. Aunque quizá, como decía al principio, una siempre tiene que ceder en algo."
Eleanor Mills
XLSemanal
martes, 28 de junio de 2011
De la lealtad y la elegancia
lunes, 19 de mayo de 2008
jueves, 15 de mayo de 2008
Sexo (2): Inercia, miedo, pulsión y culpa
Inercia
Manuel no cree estar enamorado de Lucía, pero ha terminado por convencerse de que se trata de un matiz baladí y, por tanto, jamás será un motivo de suficiente peso como para decantar la balanza a favor de la ruptura definitiva. Tampoco es que en el platillo de la continuidad haya razones demasiado sólidas, pero no hace falta ser físico/psicólogo/sociólogo para entender que la inercia es la fuerza más ‘adhesiva’ del universo, y también la que provoca los accidentes más letales (la DGT no puede estar más de acuerdo).
El caso de Manuel guarda ciertas similitudes con un tipo de personalidad que una vez oí definir como ‘hombre-mono’. Este espécimen jamás suelta una rama mientras no tenga otra a la que aferrarse. Aunque parece que sus cimientos pueden venirse abajo en cualquier momento, el paso del tiempo acaba confirmando que, mientras los hombres ‘de infantería’ tropiezan y caen (y a veces se quedan rezagados o heridos en el camino), los hombres-mono resisten aplicando un conocido precepto conservador: cambiar un pequeño detalle para que en el fondo nada cambie.
¿Es Manuel un hombre-mono? Comprobémoslo. En más de una ocasión ha decidido abandonar la seguridad del refugio, si bien sus pasos jamás han ido suficientemente lejos para perderlo de vista. Cuando se piensa en la inercia (nos centraremos en el ámbito mecánico) a menudo se obvia que esta propiedad de la materia interviene en un doble sentido: un sistema en movimiento opone resistencia a pasar al estado estático, pero también aquel que está en reposo se resiste a empezar a moverse. El simple hecho de forzar la ruptura podría ser considerado, por tanto, un desafío a la inercia, ¿pero se trata de un acto de rebeldía o simplemente de cambiar algo para que nada cambie?
Miedo
Quizá uno de los temores más claramente consustanciales al ser humano sea la soledad. Habrá quien viva preso del pánico consciente de la dificultad de contrarrestar la soledad existencial, pero afortunadamente los nuevos planes de enseñanza han previsto este peligro y lo han atajado cortando por lo sano, es decir, evitando que los proletarios del futuro oigan hablar en su vida del existencialismo y todas esas (peligrosas) chorradas de masones.
Manuel parece tener ante sí un amplio abanico de oportunidades vitales, pero en el fondo es consciente de que nada le garantiza que todos los posibles caminos que se le presentan no le vayan a conducir a la misma espiral de frustración en la que se encuentra inmerso. El miedo se destapa como el más fiel aliado de la inercia y el paso siguiente no puede ser otro que la aceptación de su sino, luego no puede (y desde luego no quiere) hallar más camino que el que marca la inercia.
Pulsión
Todo lo anterior podría dar la sensación de que nos encontramos ante un sistema que se autoafirma constantemente. Se explica y se justifica en sí mismo, de manera circular. Pero la observación nos dice que hay fisuras, más allá de los pequeños cambios intrascendentes. No lo sabemos porque Manuel tenga por hábito la crítica feroz hacia Lucía, tanto en confrontación directa como ante terceros; ello no es más que un síntoma del problema de fondo: la frustración. ¿Falta de comunicación, respeto, empatía…? No, es mucho más sencillo (y complicado a la vez) que todo ello: ausencia de orgasmos.
Aunque Manuel haya optado por la resignación, miles de años de evolución no pueden refrenarse con estrategias tan poco elaboradas. Naturalmente sucumbe al deseo e intuye que su sexualidad encierra un enorme potencial, por lo que necesita periódicamente una válvula de escape para aliviar la presión. ¿Así que las rupturas no son más que subterfugios para dar rienda suelta a las pulsiones lejos del yugo de la fidelidad (auto)impuesta? Calma, calma, no nos lancemos precipitadamente a extender nuestros índices acusadores-reprobadores.
Culpa
Cuando Manuel rompe con su novia recurre a Ana, una antigua ex y compañera de facultad que, a diferencia de Lucía, sabe exactamente qué resortes tocar (es decir, fundamentalmente cómo tocarlos) para llevar a cualquier hombre al ‘séptimo cielo’ (lo cual debe de ser increíble, porque ni siquiera los mormones pasan de tres). Reflexiones místicas aparte, y aunque el mismo trance de Santa Teresa haya dejado el terreno abonado para este tipo de analogías, debo volver sobre mis pasos para llamar la atención sobre un nuevo vector que empuja el platillo en sentido favorable al regreso a la madriguera.
Aunque Lucía es consciente de su incapacidad para satisfacer sexualmente a Manuel y ha optado por una actitud ‘liberalista’ al respecto (‘laissez faire’ y que el mercado se autorregule), él se siente atenazado por la culpa y ello lo inhibe, lo asfixia y lo incapacita. ¿Pero hasta qué punto? Repasemos una frase clave del párrafo anterior: “intuye que su sexualidad encierra un enorme potencial”. La culpa se presenta como el muro entre la intuición y la constatación; la inercia tiene en ella uno de sus más poderosos aliados.
Se trata de otro caso de retroalimentación. Manuel vive frustrado con Lucía e intenta evadir la culpa con rupturas-atajo, pero la estratagema no surte efecto y los remordimientos impiden que desarrolle plenamente su sexualidad con Ana. Ello incrementa su frustración y, ¿cómo no? su culpa, ya que admira, respeta y aprecia a su amante ocasional (quizá el amor no quede demasiado lejos, pero jamás lo sabrá) y se reprocha a sí mismo hacerle pasar el mal trago de la impotencia. Resignado, se pliega ante su sino y abraza la infelicidad.
lunes, 12 de mayo de 2008
Invierno, otoño, verano, primavera...
-¿Cómo? ¿Qué es eso de que estás enamorada de otro? ¡Y me lo dices así, sin más! ¿Cómo se supone que tengo que reaccionar?
-Lo siento, de veras, lo último que quiero es hacerte daño. Soy una mala persona, una persona horrible. Comprendo que me odies, yo misma me doy asco.
-¿Odiarte? ¿Es que no te das cuenta de que no podría odiarte jamás? Te quiero, y eso no puede cambiar de la noche a la mañana.
-Tú mereces a alguien mejor, alguien que te valore y te corresponda. Esto es lo mejor para ti, ya lo verás.
…
-Creo que no me he explicado bien. No quería decir que estés gordo, pero tú también debes haberte dado cuenta de que no estás tan en forma como antes.
-Joder, claro, ya lo sé. Estoy muy ocupado últimamente, no tengo tiempo para ir al gimnasio. Pero si ya no te atraigo no hace falta que te andes con rodeos, ya sé que esas cosas pasan, dímelo claramente, ¿quieres?
-Oooh, cariño, no digas eso, por favor. Claro que me gustas, no tiene nada que ver contigo, soy yo y este estúpido otoño; ojalá se pase cuanto antes. No me odies, por favor. Te quiero tanto…
-No llores, anda. Perdóname por ser tan brusco, mi amor.
…
-Esto no está bien, y lo sabes. A ti no te gustaría que te hiciesen algo así, ¿verdad? No importa si se lo merecen o no, simplemente no está bien.
-¿Quieres hacerme creer que no me deseas? Vamos, sabes perfectamente como va a acabar esta noche. Es como una especie de imperativo hormonal.
-Me gusta pensar que tengo algo más de autocontrol que un perro, que yo domino a mis impulsos, no ellos a mí.
-¿Y ese bulto? ¿Estás seguro de que sabes quién domina a quién?
…
-No, en serio, me encanta ese poema; es tan profundo, tan… desgarrador.
-Ya, ¿tú crees? No sé, yo lo encuentro mediocre, falto de inspiración. Estuvo durante un tiempo en la papelera de reciclaje, sabes; faltó muy poco para que me deshiciese de él definitivamente.
-Creo que el problema es que eres demasiado autocrítico. Debes aprender a valorarte más.
-Sí, tal vez, pero si no lo soy yo, ¿quién va a ser autocrítico conmigo?
*Imagen: 'Sansón y Dalila'. - Rubéns
domingo, 6 de enero de 2008
Amigo de mis amigos, etc.
-Defínete.
-Pues yo... esto... soy un chico normal, amigo de mis amigos... me gusta pasarlo bien, divertirme, conocer gente agradable. No sé, lo que todo el mundo, supongo...
Vayamos por partes. Para empezar, lo que nuestro sujeto hipotético acaba de hacer puede ser cualquier cosa menos una 'definición'. En cualquiera de las acepciones de esta palabra hay una condición esencial, la de fijar con precisión y claridad los contornos de lo definido, esto es, señalar qué lo convierte en diferente respecto al resto de la realidad y, en el caso concreto de una persona, qué lo distingue del resto de individuos de su especie.
De algún modo, puede intuirse que detrás de esta actitud, que muchos adoptamos en determinados momentos (o incluso durante toda nuestra vida), subyace un profundo temor a lo diferente. No sólo sentimos pavor por lo que no conocemos, sino también por admitir aquellas características propias que se apartan de la norma. La paradoja de este silencio auto impuesto es que, si todos aquellos que callan por miedo al rechazo tuviesen el valor o simplemente la confianza para no negar su naturaleza, probablemente descubriríamos que en realidad tales diferencias son sólo superficiales y, en ocasiones, simplemente inexistentes.
El comportamiento gregario, alentado por nuestro instinto de supervivencia (nada más terrible que ser apartado de la manada), ha encontrado su supuesta antítesis en el movimiento 'freak'. En España el término -castellanizado en la forma 'friqui'- ha suplantado en el vocabulario de los medios al precioso vocablo 'extravagante' y de ahí ha pasado a designar una realidad dotada de connotaciones muy distintas.
El apogeo de lo freak será (¿es?) justamente su declive. No el inicio del descenso, sino el final mismo. Cuando un comportamiento raro pasa a ser la norma, pierde automáticamente su condición de peculiar, extraño, friqui. Es algo incuestionable. Cuando alguien recurre al manido tópico "todo el mundo es especial" está afirmando algo mucho más turbio: si todo el mundo es especial, en realidad nadie lo es.
Pero lo que me interesaba destacar era cómo nosotros mismos (la masa, la sociedad, la especie) nos ponemos según qué grilletes, suponiendo (en muchos casos sin ninguna base real) que así seremos más fácilmente aceptados por el grupo. Lo más doloroso es que esa obsesión por la integración social choca frontalmente con un innato deseo de autoafirmación del individuo. Desafortunadamente (y esta ya es una consideración meramente personal), la primera pulsión suele aturdir o, en el peor de los casos, aniquilar a la segunda. No somos tan diferentes de un hormiguero como creemos.
Cabría suponer que una sociedad que funcionase con un esquema tan preciso como el de estos insectos podría ser incluso admirable, deseable por todos. Pero vayamos más allá. Algunos expertos afirman que, en realidad, una colonia de hormigas podría ser considerada un único organismo, del mismo modo que el cuerpo humano está formado por numerosas células especializadas que crean un complejo sistema en el que el flujo de información (el más importante, a través de impulsos nerviosos) tiene un rol fundamental para la supervivencia. Es lo que llaman un superorganismo.
¿Dónde fijar, pues, el límite entre el individuo y el sistema? En la autoconsciencia.
No es la racionalidad, por mucho que se nos distinga comunmente como animales racionales, lo que nos hace especiales en el reino animal. Lo es la necesidad de autoafirmación de cada individuo, la resistencia a aceptar un papel secundario en la función de la propia vida. El egoísmo, sí, no tiene sentido negarlo, significaría contradecir nuestra misma esencia. Debemos aprender (no tener miedo) a ser freaks, no porque lo freak se ponga de moda, ni tampoco por lo contrario. "A la minoría, siempre", lema de la primera época de Unamuno, me parece una sentencia que cae en la incoherencia, en tanto que la minoría es susceptible de convertirse en mayoría de un momento a otro. Alterar los propios principios sólo porque son asumidos por la masa sería la más ridícula y profunda traición a uno mismo. Y es precisamente la 'auto fidelidad' la única que siempre conserva intacto su valor.