martes, 8 de abril de 2008

La tela de Penélope


Durante mucho tiempo no fue consciente de que a su cuerpo le sucedía algo extraño. Su infancia, dejando a un lado su curiosa peculiaridad, podría haber pasado por la de cualquier otra niña; le parecía, por así decirlo, intercambiable y, por lo tanto, insignificante. Decidir que todo aquello que no la diferenciaba de sus congéneres carecía de interés contribuía precisamente (sin que ella llegase a sospecharlo) a integrarla en la masa en una especie de irónico plan preestablecido.

De algún modo, Sara tomó conciencia de sí misma (o al menos de lo que ella consideraba desde entonces ‘sí misma’) cuando se dio cuenta de su ‘don’, poco después de cumplir once años. La revelación le llegó de la manera más corriente: “Anda, ya no te queda ninguna señal; mira, yo estoy toda marcada”. Laura, la hija de los vecinos de abajo, se refería a los arañazos que su gata les había hecho la tarde anterior.

Desde muy pequeña, Sara sentía una gran afición por los comics y en un primer momento creyó ver una evidente similitud entre su particularidad y los poderes del mutante Lobezno, de la Patrulla X. Afortunadamente, era mucho más prudente de lo que correspondería a una niña de su edad. ¿Por qué nunca se había dado cuenta de su poder? Porque en realidad no disponía de tal poder. O al menos no de la misma manera que Logan. Si tuviese el factor de curación acelerado, ¿cómo explicar que no le hubiesen vuelto a crecer las amígdalas después de que se las extirpasen? Recordó lo mal que lo pasó al principio y después pensó que tampoco estaba tan mal la convalecencia, con su dieta a base de helados, flanes, etc.

Sara y el sexo
Estaba a punto de terminar segundo de bachillerato y no tenía muy claro si la decisión de su chico de marcharse a Madrid en cuanto dejase el instituto era un motivo de suficiente peso para que ella cambiase sus planes de matricularse en Santiago. Él sólo pensaba en soltar amarras y alejarse lo más posible de Vigo; ella pensaba en no ser una carga demasiado pesada para sus padres.

Sara se sentía preparada para dar el paso. No es que no diese importancia a su virginidad, desde luego no estaba dispuesta a perderla sin más, pero Carlos siempre la había tratado con una deliciosa dulzura y se había mostrado todo lo comprensivo que el lógico exceso de testosterona le permitía. Era un buen chico.

¿Amaba Sara a Carlos? Sería fácil para ella mentirse y decir que sí, que quizá no como esperaba que fuese el amor en un entorno ideal (sin rozamiento, que diría el profesor de física), pero sin duda lo apreciaba. De modo que la noche en que se acostaron por primera vez sabía perfectamente a donde la conducirían las tres copas de más que tomó.

En cuanto llegaron a la playa y se tumbaron el uno junto al otro él comenzó a besarla, muy suavemente al principio, como siempre lo había hecho. Desde ese preciso momento hasta que ella despertó por la mañana todas las imágenes que después conseguía recordar aparecían en su memoria como una especie de sueño. Pensó en su don y buscó la certeza que le faltaba examinando su himen. Ahí estaba, intacto.

El eterno retorno
Como Sara no recordaba con claridad lo que había sucedido, su cuerpo tampoco mostraba huella alguna. Obvio, ¿verdad? En absoluto. También ella creyó entenderlo en ese momento y con comprensible dificultad se lo explicó a su chico. Ya habíamos aclarado que Carlos era un joven comprensivo y por otra parte ella jamás le mentiría en algo así, ni siquiera por tomarle el pelo. La barrera psicológica había sido superada, así que tardaron muy poco en volver a acostarse.

A la mañana siguiente el cuerpo de Sara volvió a demostrarle quien iba a ganar aquella batalla. Estaba segura de que esta vez todo había ido como según lo previsto, recordaba perfectamente el dolor, la sangre, el placer. En fin, “a veces pasa, no siempre se rompe del todo la primera vez, ni la segunda”, coincidían sus amigas.

Sucedió lo mismo cada vez durante los cerca de dos años que duró su relación.

Sin noticias de Ulises
Después de Carlos vinieron muchos otros. Casi siempre historias de una sola noche que después no tenía ningún interés en repetir, es decir, no con el mismo partenaire. Ya no sabía muy bien qué debía responder cuando le preguntaban si era virgen. ¿Lo era? Había mantenido numerosas relaciones sexuales, de modo que aunque su vagina se empecinase en proclamar que sí, se negaba a aceptarlo.

¿Cómo se define la virginidad? “Cualidad propia de la persona que no ha mantenido relaciones sexuales”, sentencia -a grandes rasgos- el diccionario. Pero Sara no tiene claro dónde empieza la relación sexual. ¿En los besos? ¿en las caricias?¿en la penetración? ¿y qué pasa con las lesbianas?

La noche en que la violaron ni siquiera lo vio venir. Probablemente tampoco en ese caso podría haber hecho demasiado para evitarlo. Aquel hombre mediría cerca de 1,85 y debía de pesar unos 90 kilos. Llevaba un largo abrigo azul y olía a alcohol y a muerte. Eran cerca de las cinco de la madrugada y caía una fina llovizna que apenas mojaba el suelo. El hombre del abrigo azul se abalanzó sobre Sara, la arrinconó y la forzó hasta el final. Es difícil saber cuánto rato se quedó ella llorando. Siguió así, en posición fetal, tumbada sobre la acera, durante horas.

Aquella noche no pudo dormir, y tardó mucho en conciliar el sueño la siguiente. Amaneció nuevamente y Sara comprobó que el ‘hechizo’ de su sexo se había roto al fin. Se incorporó con serenidad desde la cama, abrió el primer cajón del tocador, tomó las agujas y el hilo, los arrojó a la papelera. Hizo lo mismo con las pastillas.

*Imagen: 'Penélope y sus pretendientes' - John William Waterhouse.

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