jueves, 23 de octubre de 2008

El peso del vínculo


Antes incluso de que su hijo hubiese nacido, supo que había cometido el mayor error de su vida. Sintió vértigo cuando sostuvo en su regazo, por primera vez, aquel cuerpecillo que era la imagen misma de la Fragilidad, ligeramente deformado el cráneo, constreñido el gesto por el trauma del parto, herido por una sensibilidad que no había elegido y de la que ya nunca se desprendería.

Treinta y dos años, siete meses y cuatro días después, los cadáveres de ambos eran preparados para su confinamiento en nichos contiguos del cementerio. Los periódicos locales redujeron a banales esquelas lo que había sido el acontecimiento más trascendental del pueblo en toda su historia.

Al hijo lo encontraron suspendido de una rama del roble centenario que resguarda la iglesia parroquial. La violencia de la caída le había destrozado las vértebras, los músculos empezaban ya a distenderse para siempre, los párpados yacían levemente entreabiertos como último recuerdo de que el cuerpo había guardado alguna vez un alma en su interior.

El padre se había encargado de todos los trámites. Consoló a la madre, recibió con frialdad las condolencias de familiares lejanos de quienes no tenía noticias desde hacía mucho tiempo y coincidió con estos en que, efectivamente, era una pena que sólo se reuniesen en circunstancias tan sumamente tristes. Esa noche se murió tal y como había vivido, con dignidad y sin hacer ruido. Besó a su esposa en la frente -“gracias”- dijo, y cerró los ojos para no volver a abrirlos jamás.

Los vecinos hablaban con lástima del drama familiar. “Se murió de pena, el pobre”, decían forzando el llanto, y alababan desmesuradamente las virtudes de los difuntos.

El día en que apretó por primera vez contra su pecho a aquella criatura nacida para el dolor de vivir, el padre comprendió que no quedaba otra salida que el asesinato. Sintió pánico al imaginar todo el sufrimiento gratuito que aguardaba a ese ser inocente, pero no tuvo valor para acaba con su vida.

¿Cómo iban a imaginar los vecinos de aquel pequeño pueblo que el día en que el hijo fue hallado muerto le había dado al padre su único momento de paz en muchos años? Aquel a quien había condenado a la vida le daba, en una muestra de infinito amor, la anhelada oportunidad de morir. Después de tantos años, había comprendido al fin a su padre. “Te perdono”, dijo al precipitarse al vacío. “Gracias”, fue la respuesta.

1 comentario:

U.B dijo...

"Alababan desmesuradamente las virtudes de los difuntos". Qué típico en el país del plañiderismo.

Cuando te pones agrio, eres muy agrio, Andrew. Y efectivamente, a pesar del título de la entrada, no he podido decir "Ohhhhhh".

Besos.