martes, 16 de febrero de 2010

Estimada I.:


Ni en mis más optimistas ensoñaciones habría imaginado que su consejo podía traerme tantas y tan inesperadas satisfacciones. Hablé con T., como sugirió en nuestra última conversación, y la encontré incluso más solícita de lo que usted había aventurado. Aceptó una primera cita en la catedral, entre confesiones anónimas y peregrinos sudorosos, lo cual me hizo pensar que, probablemente, si me la hubiese llevado a una sala X, como Travis a Betsy, no habría opuesto resistencia alguna.

Para mi sorpresa, al igual que usted (no malentienda el tono de la comparación), T. mostró de inmediato su predilección por el cine como tema de conversación, lo cual -por qué negarlo- no sólo precipitó los acontecimientos sino que también evitó molestos equívocos. Fue ella quien sugirió que, si me complacía, podía llamarla Cécile cuando hiciésemos el amor. Lo hizo susurrando, mientras de fondo creo que recordar que se escuchaba “cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros”.

La coincidencia le parecerá cómica, cuando no un mero embuste, pero le aseguro que fue exactamente cómo se lo he relatado y que, desde ese preciso instante, no pude apartar de mi mente la imagen T. de rodillas sobre el lodo, con el pelo enfangado y la cabeza ligeramente hundida en un charco, la espalda arqueada y el culo en pompa, y ese gran ojo mirándome desafiante. Esa pretendida inocencia, tan seductora para usted, se me apareció de pronto ficticia y un tanto pueril, pero quizá por ello tanto más excitante.

Soy consciente de que, antes incluso de que T. y yo nos conociésemos, usted misma se recreaba constantemente con esa imagen, aunque no alcanzaba a ver con nitidez cuál era su lugar, si el de la gran masturbadora omnipotente o el de la mujer desprendida de todo pudor, recreándose en el delicioso instante previo a la penetración, toda ella sujeto de seducción en un sentido plenamente biológico.

Solamente alcancé a comprender con claridad la situación cuando desnudé a T. en el sofá de mi estudio, me arrodillé en el suelo y separé suavemente sus piernas. Me detuve en ese momento, disfrutando por primera vez de un atisbo de auténtica turbación en su rostro, prolongué la situación, contemplándola, ahora sí, verdaderamente desnuda. Y a medida que acercaba mis labios a su sexo entendí que era justo ahí donde usted había deseado estar desde el principio.

Habría sido muy considerado por mi parte asumir con naturalidad el cambio de personaje ante esta revelación y hacerle entender que la dulzura con la que siempre he actuado con usted es en realidad lo que ella anhelaba y que, desde ese momento, estaría preparada para desprenderse de las reservas que, estoy convencido, había mostrado previamente para entregarle su cuerpo. En lugar de eso, alcé la vista hacia sus ojos, mirándola fijamente durante largo tiempo, me abalancé sobre ella y la penetré sin contemplaciones.

Ya lo ve, querida I., no era una simple jovencita desorientada esperando una mano tendida que la alejase del mundanal ruido rumbo al país encantado de Oz. Nuestra Dorothy se rindió no al mago ni a la bruja, sino al pusilánime espantapájaros. Y en ello encontré un placer tan liberador como nunca antes había conocido y al que no estoy dispuesto a renunciar. Usted misma había dicho que lo nuestro violaba las convenciones de su profesión, así que, si tiene a bien notificarme cuánto le debo por las últimas consultas y una vez abonado el importe, puede considerarme en adelante su ex paciente. Mi más sincera gratitud.

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