Tengo el hábito lector tan hecho a los transportes colectivos que, poco a poco, esos momentos que antes detestaba en tanto tiempo derrochado en agotadoras transiciones vacías han devenido en algunos de los instantes de mayor sensación de plenitud de toda la semana.
Regresaba de Santiago a Pontevedra con el libro Sexo y temperamento -de Margaret Mead- todavía virgen sobre mis piernas. Me disponía a concentrar mis energías y mi aún dispersa atención en los preliminares: advertencia, introducción... Pero en el asiento posterior al mío una voz masculina de edad indeterminada e irritante tono agudo se esmeraba en mezclar conceptos como 'vulnerabilidad del ego' (Mead) y 'supresión de interinidades' (gilipollas anónimo).
Tardé cerca de 10 minutos en leer las dos primeras páginas, regresando una y otra vez sobre cada párrafo, incapaz de abstraerme a la fragmentada conversación que me llegaba desde atrás, debatiendo conmigo mismo la conveniencia de explicarle al pasajero irritante que, hablando así de alto, bien podría ahorrarse el coste de la llamada a cambio de sacar la cabeza por la ventanilla.
Un par de filas más atrás había ya quien apostillaba algunos de sus comentarios. "Ayer estaba a 1.05", decía el del teléfono en relación no sé si a la proporción dolar/euro o a cierto valor en bolsa. "1.07", matizaba otro anónimo que, curiosamente, me resultó ipso facto más simpático.
Al fondo del autobús (quiero decir a unos ocho metros de la conversación teléfonica) un hombre consideró que 20 interminables minutos eran el tope de su paciencia. Se levantó de su asiento, se aproximó al gilipollas anónimo y le dijo lo que imagino que muchos, como yo, llevábamos rumiando largo tiempo. "Amigo, que nos estamos enterando atrás. Habla un poco más bajo, coño".
Ciertamente los modos no fueron los más diplomáticos, pero no pude evitar solidarizarme en lo más hondo de mi corazón con el paladín del silencio. Más aún cuando escuché al abochornado defender su honor ante su interlocutor añadiendo alguna de esas consideraciones que uno codifica inmediatamente entre comillas: "parece que a alguien le 'molesta' que hable".
Supongo que el hecho de que su tono de voz se hiciese aún más agudo en ese momento acabó por despertar en mí los pocos impulsos homicidas que aún quedaban aletargados. Así que rebusqué en los bolsillos y encontré unas llaves. "Poca cosa, pero servirá, supongo", pensé. Las saqué, elegí una especialmente larga, me giré y abalanzándome sobre el gilipollas se la clavé en la tráquea.
Tendríais que haber visto su gesto desconcertado en ese momento. "¿Pero de qué te sorprendes?", le dijo la señora que estaba a mi lado, visiblemente aliviada por mi intervención. Los de las últimas filas se incorporaron un poco y se unieron en un estruendoso aplauso.
Qué lástima que tuviese que conformarme con imaginarlo.
miércoles, 29 de octubre de 2008
Intimidad colectiva
Etiquetas:
educación,
teléfono móvil,
violencia
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2 comentarios:
Lo que me extraña es el yuppie trasnochado no apelara explícitamente a su "libertad de expresión", que resulta ser salvoconducto y llave maestra cuando a uno le apetece herir o hacer la puñeta a los demás.
Supongo que se le pasó por la cabeza, pero quizá él también imaginó una escena similar a la de las llaves.
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