martes, 30 de junio de 2009

Sexo (5): Con quién y dónde


A Marta le habían vendido la moto de que en el amor -en la vida, de hecho- a menudo hay que conformarse, luchar, adaptarse, perseverar, tener fe en el camino que se ha tomado y agotar sus posibilidades hasta las últimas consecuencias antes de pensar en retirar las fichas del tablero, y a otra cosa, mariposa. Pero como la vida -el amor, de hecho- maneja conceptos pedagógicos más pragmáticos, le bastó con su primera relación para convencerse por siempre de que si dos líneas no siguen cursos paralelos, sólo pueden diverger o acabar colisionando.
Tenía poco más de 16 años cuando conoció a Javier, y el hecho de que él accediese paciente a darle todo el tiempo que necesitase probablemente acortó el plazo que el resto de las fuerzas de la naturaleza había dispuesto para que, en efecto, estuviese 'realmente' preparada. Javier era unos 11 años mayor, y si aún no había comprendido que estar físicamente dispuesto no es lo mismo que ser capaz de soportar determinados impactos emocionales, era difícilmente imaginable que estuviese a tiempo de llegar a entenderlo todavía.
Tras la mesura de la época en la que no ocultaba sus reservas, con la seguridad de sentirse socialmente legitimada, al romper la barrera de la virginidad Marta se sintió obligada a deprenderse inmediatamente de todas sus demás anclas y, en consecuencia, quedó a merced de las corrientes y el oleaje. La simple fe en una inquebrantable voluntad de beneficencia hacia ella la llevó a no cuestionar ninguna de las nuevas propuestas sexuales de Javier, para quien la solícita actitud de su joven amante era como un juguete de posibilidades inagotables.
Ese -quizá pueril- incentivo y su -quizá patológica- tolerancia (en términos de adicción) a los estímulos sensuales lo espoleaban a explorar no sólo los límites de Marta, sino los suyos propios, y le pareció que incluir a otras personas en sus relaciones se podía considerar casi un imperativo biológico en su evolución como pareja. Contra todo pronóstico, sin embargo, no fue él quien se ocupó de buscar y seleccionar potenciales candidatos. Había imaginado la experiencia de un modo muy distinto a como finalmente sucedió. No tenía del todo claro cómo plantear este tipo de proposición, pero lo que sí vislumbraba con nitidez era que el tercero en concordia (la licencia lingüística, aunque pobre, le provocaba una gran autosatisfacción) sería otro hombre.
Copas, un cigarrillo tras otro, risas nerviosas, dobles sentidos sugeridos con torpeza, un poco más de alcohol, háblame de ti, las manos dicen más que los labios, ¿tienes fuego?, otra vez la risa defensiva... Y entre la escena de los sofás del pub y la de la habitación con velas sólo un fundido encadenado, recurso de malos directores de montaje, consecuencia de licores de dudosa calidad. Se detuvo un instante, observando a las dos ninfetas fundirse en un beso infinito, pensando en el efecto narcótico del whisky combinado con grandes cantidades de dióxido de carbono compartido. Espectador ajeno, tácitamente excluido del juego, encontró bellísima la imagen y en ella se extasió.
La fuerza lírica del encuentro fue tan poderosa que Javier ni siquiera se dio cuenta (hagamos un esfuerzo por creer que fue así) de que su novia se durmió entre lágrimas después de que la otra chica se fuese, ya con las primeras luces de la mañana.
Quince años y algunos amantes más tarde, Marta seguía preguntándose por qué no corrió tras aquella mujer a la que nunca volvió a ver. Quizá su esfuerzo habría sido inútil, pero lamentaba haber tardado tanto en comprender que, si bien no siempre podía elegir dónde y con quién estar, sí estaba en su mano decidir con quién y dónde no estar.

1 comentario:

U.B dijo...

Yo hubiera cambiado el nombre de la etiqueta: la hubiera llamado vida, a secas.