domingo, 6 de enero de 2008

Gilipollas y gilipollos


El otro día (en mi caso, esto comprende desde el big bang hasta ayer, dado que, si no es hoy, obviamente es 'otro día') me vi inmerso sin forzarlo en una discusión acerca de la conveniencia de remarcar con el género de las palabras las diferencias de sexo. Seré más concreto: la cuestión era si en una cierta información se debía escribir, pongamos por caso, pontevedreses y pontevedresas o únicamente pontevedreses. Quien enunciaba la cuestión aseguraba que el lenguaje es machista y uno, aunque de natural comedido, es incapaz de escuchar semejante declaración y permanecer inmutable.
Ante todo, considero que incluso cuando el lenguaje se convierte en un arma para la discriminación, lo verdaderamente machista no son las palabras, sino el uso que de ellas se hace. Nuestro idioma (en otros esta cuestión queda prácticamente fuera de discusión por la ausencia de flexión de género) posee tal exuberancia formal que los adalides de lo políticamente correcto (manda huevos que llamen correcto a lo que debería llamarse tibio, moderado, manso o, en el peor de los casos, hipócrita) encuentran en él un perfecto subterfugio para eludir y ocultar los debates realmente necesarios.
Ya he dicho alguna vez que los mismos motivos que llevan a un colectivo que no voy a mencionar (a ver qué falta les hace la publicidad a las feministas crispadas) a exigir que se reconozca el derecho de, por ejemplo, una licenciada en medicina, a ser llamada médica en lugar de médico, son los mismos que me permiten elevar mi voz airadamente para solicitar que, de ahora en adelante, se me llame periodisto, jefo de prensa o gilipollos. En un alarde de perspicacia sin igual he llegado a deducir que la terminación '-o' es la causante de todo este revuelo pues no es, como yo -ingénuo- creía, marca de género masculino o neutro, por más que los estudios serios sobre la evolución de la lengua castellana expiquen que tanto el '-us' (masculino) como el '-um' (neutro) acaben derivando en una forma común.
Me doy por cenvencido, la 'o' final no es más que el perverso resultado de siglos de represión de una sociedad falócrata, que pretende denigrar a las mujeres a través de lo más humano, el habla. Da igual que la Iglesia siga privando al las portadoras de los cromosomas XX de innumerables derechos que sí reconoce, sin ir más lejos, la Constitución Española. No importa que los ejemplares machos de esta decadente especie perciban retribuciones mayores que las hembras por la misma actividad laboral. Lo verdaderamente sangrante es que a una señora con toga le llamen juez y no jueza, ¡pero qué se creen estos cerdos machistas!
El caso anterior es sin duda el que mejor ilustra lo absurdo de esta situación. Juez, en singular, carece por completo de cualquier signo identificable como marca de género y, en plural, añade como vocal de unión una aparentemente aséptica '-e'. No obstante, acaba surgiendo e imponiéndose entre la connivencia de los ignorantes y el silencio de los débiles de espíritu la forma 'jueza'.
Pero volvamos con nuestra amiga la 'e'. Se han aceptado sin rechistar los femeninos jefa, presidenta, regenta e incluso clienta. Pero, al menos por el momento, no sucede lo mismo con estudianta, pacienta, indigenta, videnta o pelela. Comprendo que el hábito no hace al monje pero sí modifica el idioma, pero de ahí a aceptar que estas variaciones sean preferibles a las formas tradicionales media un abismo.
El criterio de economía lingüística queda soslayado cuando leemos algo así: "los espectadores y las espectadoras quedaron maravillados y maravilladas con las actuaciones de los actores y las actrices". Se trata, claro está, de un texto tan farragoso y plagado de palabras que no aportan nada a la narración que cualquiera puede ver lo absurdo de este planteamiento.
Que gallego tenga una acepción peyorativa en determinados lugares de latinoamérica; que no encuentre un sinónimo más adecuado para la palabra moro; que cerdo, pájaro, lagarto, perro, lobo, gato, etc. tengan connotaciones diferentes en el lenguaje coloquial según si se usan en masculino o en femenino (¿debería decir en femenina?) es el sedimento de los usos y costumbres que el paso de los siglos ha ido dejando en nuestra lengua y no se puede pretender borrarlos de un plumazo como si nunca hubiese pasado nada, como si no tuviésemos historia. Ya se sabe la condena que espera a los pueblos que olvidan lo que han sido.

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